Mallo de Luna

Mallo de Luna
Las montañas y el pantano

viernes, 20 de enero de 2017

la taza de chocolate...

No hará mucho estuve de nuevo en Mallo, visitando a mi familia por la llegada de un nuevo miembro, el pequeño Liam. Como ya hacía un poco de mal tiempo, pasabamos bastante tiempo al amor de la cocina de leña, la de toda la vida. 

Como siempre, los rapaces, a los que nunca parece afectar el frío, no paraban de entrar y salir de la cocina, trajinando alguna aventura o chivándose de alguna tontería. Por supuesto, se dejaban la puerta abierta, y aire frío que entraba por ella, me trajo otro flash back de mi niñez.

Con el frío en los riñones, mientras iba a cerrarla remugando, no pude evitar buscar con la mirada en el fregadero aquella taza que mi abuela guardaba como oro en paño. No se porqué, pero tener aquella taza entre las manos podría teletransportarme al cerrar los ojos a un tiempo en el que en verano los niños jugaban al escondite, a las cuatro esquinas, y cabalgaban a lomos de aquellas bicicletas heredadas de hermanos mayores. aquella taza...

Con aquella taza me iba yo, la más pequeña de todos, a la chocolatada que Teri la de Santa preparaba de vez en cuando en agosto. Recuerdo cogerla con mis deditos con fuerza, porque mi abuela me había dicho que no podía perderla, que tenía que volver sana y salva a casa, ya que al ser de metal, no se rompía y se la estimaba .

Lo que no cabía en mi taza, ni en todo el pantano, era la ilusión de formar parte de aquella chocolatada. Ya era mayor para ir con todos, para trajinar aventuras, para chivarme de tonterías y protestar de alguna que otra perrería del Colega. Ver como daban vueltas al chocolate para que se espesara, esperando con impaciencia el momento de servirlo era algo hipnótico.

Al final siempre acabábamos con la lengua quemada porque nos fiábamos de que la telilla de chocolate que se formaba en la superficie era indicio de que ya estaba templado. Acabada la chocolatada y de ponernos como el Quico con las galletas María, llegaba el momento de devolverla, ¡¡no fuera que la perdiera y la abuela se enfadara!! y entonces me ví a mi misma entrando por la puerta de la cocina, sin cerrarla, corriendo para dejar la taza en el fregadero, con prisas por el miedo a que los demás se fueran sin mi a jugar a otra parte del pueblo y ya no me dejaran salir a buscarlos.

Cuando le pregunté a mi abuela que fue de aquella taza, no supo decirme, parecía que se había perdido y con ella todo lo que representaba. La melancolía me sacudió con un escalofrío repentino...ahhh!, no...eran mis primos que se habían dejado la puerta abierta de nuevo.
Después de todo, aunque algunas cosas falten, otras no cambiarán mientras los vínculos y la familia sigan unidos.




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